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La pobreza es uno de los grandes desafíos del Siglo XXI. Este flagelo ha sido reconocido internacionalmente por los países miembros de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y expuesto en los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), donde figura como primera meta, reducir a la mitad, entre 1990 y 2015, la proporción de personas viviendo en pobreza extrema.
Dejando de lado la modestia de este objetivo y los severos cuestionamientos a su medición (Pogge, 2010), el conjunto del sistema internacional se ha pronunciado sobre la inaceptabilidad de la pobreza y
el hambre. Los principales actores formales del sistema internacional, los estados y las organizaciones internacionales, establecieron metas e indicadores de cumplimiento para alcanzar los objetivos fijados. Pocas
dudas se alzan sobre la relevancia del tema en la presente agenda de las relaciones internacionales. Sin embargo, resulta significativo que la disciplina de las Relaciones Internacionales (RI) no haya reflejado
todavía la importancia del problema de la pobreza (y sus eventuales soluciones) en las corrientes redominantes del pensamiento teórico.