Vivimos tiempos convulsos. El mundo, cada vez más incierto, se deshace en su propia fragilidad. Donde antes había certezas, sólo quedan ruinas sobre ruinas. Todo colapsa. En este escenario de escombros, algunos problemas claman urgencia, y entre ellos, la violencia se impone como una marca indeleble del tiempo presente. ¿Por qué ha llegado a definir la trama de nuestros días? ¿Por qué avanza, implacable, en casi todos los espacios cotidianos? ¿Cómo fue que aprendimos a habitarla, a convivir con sus múltiples rostros como si fueran parte del paisaje? A simple vista, parecería que hemos perdido algo: una cierta estabilidad, una armonía pasada. Pero reducir la crítica de la violencia a una nostalgia por la paz sería un error. No se trata sólo de lo que se ha perdido, sino de lo que hoy se gesta con crudeza evidente. El presente es violentamente singular, no por una quiebra de valores ni por una súbita anormalidad, tampoco por la pobreza o el atraso. Sus raíces son más profundas y, paradójicamente, más expuestas.